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Yo no tengo la culpa, de Roberto Arlt, por Andrea Belmaña.

  Yo siempre que me ocupo de cartas de lectores, suelo admitir que se me hacen algunos elogios. Pues bien, hoy he recibido una carta en la que no se me elogia. Su autora, que debe ser una respetable anciana, me dice: “ Usted era muy pibe cuando yo conocía a sus padres, y ya sé quién es usted a través de su Arlt”. Es decir, que supone que yo no soy Roberto Arlt. Cosa que me está alarmando, o haciendo pensar en la necesidad de buscar un pseudónimo, pues ya el otro día recibí una carta de un lector de Martínez, que me pre­guntaba: “ Dígame, ¿usted no es el señor Roberto Giusti, el concejal del Parti­do Socialista Independiente?” Ahora bien, con el debido respeto por el concejal independien­te, manifiesto que no; que yo no soy ni puedo ser Roberto Giusti, a lo más soy su tocayo, y más aún: si yo fuera concejal de un par­tido, de ningún modo escribiría notas, sino que me dedicaría a dor­mir truculentas siestas y a “acomodarme” con todos los que tuv...

Ya no, de Idea Vilariño, por Romina Palestini.

Ya no será ya no no viviremos juntos no criaré a tu hijo no coseré tu ropa no te tendré de noche no te besaré al irme nunca sabrás quién fui por qué me amaron otros. No llegaré a saber por qué ni cómo nunca ni si era de verdad lo que dijiste que era ni quién fuiste ni qué fui para ti ni cómo hubiera sido vivir juntos querernos esperarnos estar. Ya no soy más que yo para siempre y tú ya no serás para mí más que tú. Ya no estás en un día futuro no sabré dónde vives con quién ni si te acuerdas. No me abrazarás nunca como esa noche nunca. No volverá a tocarte. No te veré morir.

El Cautivo, de Jorge Luis Borges, por Claudia Wydler

      En Junín o en Tapalqué refieren la historia. Un chico desapareció después de un malón; se dijo que lo habían robado los indios. Sus padres lo buscaron inútilmente; al cabo de los años, un soldado que venía de tierra adentro les habló de un indio de ojos celestes que bien podía ser su hijo. Dieron al fin con él (la crónica ha perdido las circunstancias y no quiero inventar lo que no sé) y creyeron reconocerlo. El hombre, trabajado por el desierto y por la vida bárbara, ya no sabía oír las palabras de la lengua natal, pero se dejó conducir, indiferente y dócil, hasta la casa. Ahí se detuvo, tal vez porque los otros se detuvieron. Miró la puerta, como sin entenderla. De pronto bajó la cabeza, gritó, atravesó corriendo el zaguán y los dos largos patios y se metió en la cocina. Sin vacilar, hundió el brazo en la ennegrecida campana y sacó el cuchillito de mango de asta que había escondido ahí, cuando chico. Los ojos le brillaron de alegría y los padres llora...

Paquidermos en tu corazón, de Romina Palestini

  Si en tu corazón caminan cien libres elefantes. Si escuchas sus apabullantes pasos, el ventarrón de orejas África, las arrugadas monedas grises de sus pulmones.   Si en tu corazón se refrescan los jocundos machos, en baños de barro y sangre. Se duchan con sus trompas, riegan tus latidos, desatan la lluvia tropical de la sabana; palmeras, ríos.   Si en tu corazón emprenden la majestuosa travesía, las hembras, soplan tus ventrículos, husmean secretos arrinconados, mastican amarulas, heno, pasto.     Si en el marfil de los colmillos acerados, se pintan los labios de violeta. Seducen polvorientas cuando regresan al rojo puño amalgamado, rociadas de la tierra atesoran sus collares, adentro de tus venas.     Si en tu corazón persiste el barritar de los gigantes. Descubres en sus cuerpos los cuadros de Picasso. Sientes la suerte danzar con billetes enroscados en la válvula d...

Praliné, de Pablo Morán Suárez

                 A nuestro querido Pablo Pablo Morán Suárez, in memorian, para agradecerle su escritura compartida. Desde la ventana de mi dormitorio veo la plaza. Intento distraerme mirando las palomas que se amontonan a comer maíz de la mano de unos chicos que recién salieron de la escuela. Curiosos, intentan atrapar alguna. El más hábil lo consigue, pero el ave se resiste, aletea. El chico se asusta y la suelta; la paloma hace un pequeño vuelo en círculo y vuelve a comer de la misma mano que, hace un instante, trató de capturarla. Las palomas no perciben las sombras del corazón humano, las palomas solo piensan en comer. Conocí a Rita el mismo día que se mudó a la casa de su tía, llegando a la esquina. Yo tenía veinticinco años en aquel tiempo y un pequeño quiosco de golosinas que mi padre, poco antes de morir, me ayudó a instalar. Desde esa primera vez que la vi, cargada de cajas y paquetes, no hubo otra mujer que me interesara. ...

Felicidad clandestina, de Clarice Líspector

  Ella era gorda, baja, pecosa y de pelo excesivamente crespo, medio amarillento. Tenía un busto enorme, mientras que todas nosotras todavía éramos chatas. Como si no fuese suficiente, por encima del pecho se llenaba de caramelos los dos bolsillos de la blusa. Pero poseía lo que a cualquier niña devoradora de historietas le habría gustado tener: un padre dueño de una librería. No lo aprovechaba mucho. Y nosotras todavía menos: incluso para los cumpleaños, en vez de un librito barato por lo menos, nos entregaba una postal de la tienda del padre. Encima siempre era un paisaje de Recife, la ciudad donde vivíamos, con sus puentes más que vistos. Detrás escribía con letra elaboradísima palabras como “fecha natalicio” y “recuerdos”. Pero qué talento tenía para la crueldad. Mientras haciendo barullo chupaba caramelos, toda ella era pura venganza. Cómo nos debía odiar esa niña a nosotras, que éramos imperdonablemente monas, altas, de cabello libre. Conmigo ejerció su sadismo con un...