Ir al contenido principal

El Cautivo, de Jorge Luis Borges, por Claudia Wydler

 

 
En Junín o en Tapalqué refieren la historia. Un chico desapareció después de un malón; se dijo que lo habían robado los indios. Sus padres lo buscaron inútilmente; al cabo de los años, un soldado que venía de tierra adentro les habló de un indio de ojos celestes que bien podía ser su hijo. Dieron al fin con él (la crónica ha perdido las circunstancias y no quiero inventar lo que no sé) y creyeron reconocerlo. El hombre, trabajado por el desierto y por la vida bárbara, ya no sabía oír las palabras de la lengua natal, pero se dejó conducir, indiferente y dócil, hasta la casa. Ahí se detuvo, tal vez porque los otros se detuvieron. Miró la puerta, como sin entenderla. De pronto bajó la cabeza, gritó, atravesó corriendo el zaguán y los dos largos patios y se metió en la cocina. Sin vacilar, hundió el brazo en la ennegrecida campana y sacó el cuchillito de mango de asta que había escondido ahí, cuando chico. Los ojos le brillaron de alegría y los padres lloraron porque habían encontrado al hijo.

Acaso a este recuerdo siguieron otros, pero el indio no podía vivir entre paredes y un día fue a buscar su desierto. Yo querría saber qué sintió en aquel instante de vértigo en que el pasado y el presente se confundieron; yo querría saber si el hijo perdido renació y murió en aquel éxtasis o si alcanzó a reconocer, siquiera como una criatura o un perro, los padres y la casa.

Comentarios

Entradas populares de este blog

Yo no tengo la culpa, de Roberto Arlt, por Andrea Belmaña.

  Yo siempre que me ocupo de cartas de lectores, suelo admitir que se me hacen algunos elogios. Pues bien, hoy he recibido una carta en la que no se me elogia. Su autora, que debe ser una respetable anciana, me dice: “ Usted era muy pibe cuando yo conocía a sus padres, y ya sé quién es usted a través de su Arlt”. Es decir, que supone que yo no soy Roberto Arlt. Cosa que me está alarmando, o haciendo pensar en la necesidad de buscar un pseudónimo, pues ya el otro día recibí una carta de un lector de Martínez, que me pre­guntaba: “ Dígame, ¿usted no es el señor Roberto Giusti, el concejal del Parti­do Socialista Independiente?” Ahora bien, con el debido respeto por el concejal independien­te, manifiesto que no; que yo no soy ni puedo ser Roberto Giusti, a lo más soy su tocayo, y más aún: si yo fuera concejal de un par­tido, de ningún modo escribiría notas, sino que me dedicaría a dor­mir truculentas siestas y a “acomodarme” con todos los que tuv...

Felicidad clandestina, de Clarice Líspector

  Ella era gorda, baja, pecosa y de pelo excesivamente crespo, medio amarillento. Tenía un busto enorme, mientras que todas nosotras todavía éramos chatas. Como si no fuese suficiente, por encima del pecho se llenaba de caramelos los dos bolsillos de la blusa. Pero poseía lo que a cualquier niña devoradora de historietas le habría gustado tener: un padre dueño de una librería. No lo aprovechaba mucho. Y nosotras todavía menos: incluso para los cumpleaños, en vez de un librito barato por lo menos, nos entregaba una postal de la tienda del padre. Encima siempre era un paisaje de Recife, la ciudad donde vivíamos, con sus puentes más que vistos. Detrás escribía con letra elaboradísima palabras como “fecha natalicio” y “recuerdos”. Pero qué talento tenía para la crueldad. Mientras haciendo barullo chupaba caramelos, toda ella era pura venganza. Cómo nos debía odiar esa niña a nosotras, que éramos imperdonablemente monas, altas, de cabello libre. Conmigo ejerció su sadismo con un...

Paquidermos en tu corazón, de Romina Palestini

  Si en tu corazón caminan cien libres elefantes. Si escuchas sus apabullantes pasos, el ventarrón de orejas África, las arrugadas monedas grises de sus pulmones.   Si en tu corazón se refrescan los jocundos machos, en baños de barro y sangre. Se duchan con sus trompas, riegan tus latidos, desatan la lluvia tropical de la sabana; palmeras, ríos.   Si en tu corazón emprenden la majestuosa travesía, las hembras, soplan tus ventrículos, husmean secretos arrinconados, mastican amarulas, heno, pasto.     Si en el marfil de los colmillos acerados, se pintan los labios de violeta. Seducen polvorientas cuando regresan al rojo puño amalgamado, rociadas de la tierra atesoran sus collares, adentro de tus venas.     Si en tu corazón persiste el barritar de los gigantes. Descubres en sus cuerpos los cuadros de Picasso. Sientes la suerte danzar con billetes enroscados en la válvula d...