Ir al contenido principal

Praliné, de Pablo Morán Suárez

              A nuestro querido Pablo Pablo Morán Suárez, in memorian, para agradecerle su escritura compartida.

Desde la ventana de mi dormitorio veo la plaza. Intento distraerme mirando las palomas que se amontonan a comer maíz de la mano de unos chicos que recién salieron de la escuela. Curiosos, intentan atrapar alguna. El más hábil lo consigue, pero el ave se resiste, aletea. El chico se asusta y la suelta; la paloma hace un pequeño vuelo en círculo y vuelve a comer de la misma mano que, hace un instante, trató de capturarla. Las palomas no perciben las sombras del corazón humano, las palomas solo piensan en comer.

Conocí a Rita el mismo día que se mudó a la casa de su tía, llegando a la esquina. Yo tenía veinticinco años en aquel tiempo y un pequeño quiosco de golosinas que mi padre, poco antes de morir, me ayudó a instalar. Desde esa primera vez que la vi, cargada de cajas y paquetes, no hubo otra mujer que me interesara.

Rita es bella, bellísima. Por la ventanita del quiosco la observaba cuando salía de compras o volvía de la escuela de cocina, donde estudiaba. Cada vez, yo me inclinaba sobre la bandeja de golosinas para saludarla y estirando un brazo, le regalaba un caramelo de praliné. Ella se detenía y con un movimiento delicado del pulgar derecho, acomodaba detrás de su oreja el mechón de cabello castaño que le caía sobre la cara y descubría sus ojos verdes; me agradecía con una sonrisa (me fascinan los huequitos que se forman en sus mejillas cuando ríe), quitaba con habilidad el papel del caramelo y se lo ponía en la boca: entre los dientes, como chupando. Entonces, su piel rosada brillaba. Arqueaba las cejas y frunciendo la nariz simulaba un estremecimiento de placer. Luego, haciéndose la graciosa, giraba como un trompo. Su falda flotaba en el aire y dejaba ver sus piernas torneadas en chocolate blanco.

A los pocos meses nos pusimos de novios y comenzó a ayudarme en el quiosco. Pasábamos las tardes entre mates, risas y bizcochitos de grasa. Antes del año su tía falleció y Rita vino a vivir con migo. El amor nos envolvía en chocolate, chupetín y caramelo. Solo nos separábamos cuando ella iba el mercado o cuando subía a nuestro departamento para cocinar (por esos días me parecía enorme).

Rita tiene una relación especial con la comida. Lo que había aprendido en la escuela de cocina lo aplicaba cada noche en la cena; siempre preparaba una entrada, un plato principal y postres. Durante el día, los caramelos eran su debilidad y cada uno de los sabores que ponía en su boca lo recibía como el óbolo de Caronte, la moneda de pago del viaje al paraíso.

Nos levantábamos temprano, antes de que abriera la escuela que está cruzando la plaza. Ella bajaba las escaleras corriendo (esos días alegres); preparaba chocolate caliente y se sentaba en la banqueta frente a la caramelera a esperar la llegada de los chicos. Pero, por más que nos quedábamos hasta la noche, las ventas no alcanzaban a cubrir todos los gastos y al cabo de tres años el negocio andaba mal.

 

 —Es la crisis — le decía, para tranquilizarla. — Pronto va a pasar.

Ella me miraba con sus profundos ojos de cáncamo de mar y sonreía. Sacaba de su bolsillo un caramelo de praliné, mordía la mitad y ponía el resto en mi boca, como el lacre que sella una carta.

Para tratar de equilibrar las cuentas conseguí empleo en la distribuidora de golosinas y Rita se encargó del quiosco. Sufrí mucho el dejar de estar juntos todo el día; perder las mañanas con chocolate, las tardes de mate y bizcocho y el roce constante de nuestros cuerpos. Cuando llegaba de la distribuidora, la abrazaba, besaba sus mejillas rosadas y saboreaba el dulce inagotable de su boca.

No tenemos hijos, solamente un gato que acompañaba a Rita en el quiosco y después prefirió quedarse en el departamento. Nuestras aspiraciones siempre se limitaron a pocos deseos. El mío, quizás porque mi padre no supo acompañar a mi mamá ni en su lecho de enferma, es ver feliz a Rita: satisfecha, saciada. Y ella decía que estaba bien así

Las piernas de Rita habían comenzado a hincharse y se entumecían por tantas horas de quietud. Aunque habíamos quitado parte de la bandeja de golosinas para que tuviera más espacio, le era difícil ya moverse dentro del local. Tampoco pudimos reponer la mercadería y las deudas se acumulaban.

—No te preocupes— le repetía. —Cuando pase la crisis vamos a estar bien.

Hace un año tuvimos que cerrar el quiosco.

Ella me esperaba en casa con la cena y yo la sorprendía cada noche con un surtido distinto de golosinas que traía del trabajo y nos besábamos. Me abrazaba a su cuerpo y ella acariciaba mi cabeza apoyada entre sus pechos para escuchar el latido acelerado de su corazón. Yo cerraba los ojos y me dejaba impregnar por el olor de su piel de azúcar.

Algo que nos habíamos prometido era viajar por el mundo. Como no teníamos dinero decidí traer el mundo a casa. Cada semana elegíamos un país que nos hubiera gustado visitar. Investigábamos su cultura, su historia y su geografía. Compraba en el mercado todo lo necesario y le preparábamos la cena. Si era Turquía: kebap de cordero, acompañado de higos y yogurt; si era Rusia: sopa Borshch, pelmeni y syrniki, y de postre blinis con dulce de jengibre. Así le hice recorrer el mundo comiendo pescados en Tailandia, chocolates en Suiza, pastas en Nápoles, tortas en la Selva Negra, anguilas en el Amazonas venezolano. Cada plato que le servía, Rita lo disfrutaba y agradecía con su sonrisa brillante de cachetes con pocito. Ya en la cama, sacaba de entre las sábanas, como una maga, un caramelo de praliné y hacía que giraba, moviendo su cabeza; y yo besaba sus manos.

Hace unos meses, para que estuviera más cómoda, pasé la cama del dormitorio al comedor, así tenía que caminar menos para ir a la cocina o al baño. Yo dormía en el sillón, debajo de la ventana. Después Rita dejó de levantarse.

Antes de ir a trabajar arrimaba la mesa a la cama para que tuviera a su alcance todo lo que pudiera necesitar; no soportaba la idea de que, estando yo fuera de casa, le pudiera faltar algo. Por la noche la bañaba. Acariciaba su cuerpo con la esponja y me detenía en cada pliegue de su piel; nos reíamos de sus senos que colgaban enormes y después frotaba sus pies con aceite perfumado. Ella prefería la fécula de maíz en lugar de talco (no me parecía que fuera mejor). Le espolvoreaba debajo de la papada, de sus brazos, en los pliegues de su abdomen; y me detenía en el valle profundo de sus piernas. Ella me miraba, recogía su pelo con el pulgar y me sonreía con sus dientes blancos. Me sentía feliz.

En la distribuidora comenzaron a notar el faltante de mercadería. Ya no podía disimular las cajas de chocolates y caramelos que me llevaba entre las ropas, porque comenzaron a revisarnos al salir. Estuve un tiempo comprando lo que antes sacaba pero, comprar esa cantidad diaria de golosinas era imposible para el sueldo que ganaba. Como no podía llegar a casa sin la provisión de dulces que Rita postrada en cama necesitaba, decidí ocultar en uno de los tachos de basura unas cajas de chocolates para robarlos; pero descubrieron el truco. Esa misma tarde me despidieron.

Traté de conseguir otro empleo mientras le ocultaba a Rita lo sucedido. Salía por la mañana como todos los días y luego de recorrer distintas empresas sin suerte, regresaba temprano.

—Es que hay poco trabajo— le mentía.

Ella me miraba comprensiva y yo escondía mi cabeza entre sus pechos para que no me viera llorar.

Nuestros ahorros se terminaron y, por más que pude vender algunas cosas de valor la comida se terminó hace cuatro días. Me parte el alma ver sufrir a Rita, balbucear mi nombre y suplicar. Ya no puedo satisfacerla ni darle lo que necesita. En casa no queda ni un grano de maíz.

Ayer, desesperado, me encerré en el dormitorio; lo hice cuando noté que faltaba el gato.

Escucho a Rita, mi amor, mi bella Rita, que se arrastra por el comedor, gime y empuja los muebles.

Revisé todo el cuarto, cada cajón, cada bolsillo y solo encontré entre los pliegues del forro de un sobretodo viejo, un viejo caramelo de praliné.

Por la cerradura de la puerta veo la hermosa figura que se levanta y se acerca. Quisiera correr a ella y besarla.

Coloco ahora, a punto de abrir la puerta, el caramelo entre mis dientes y me entrego a ella en un último y dulce beso de amor.

 


Comentarios

Entradas populares de este blog

Yo no tengo la culpa, de Roberto Arlt, por Andrea Belmaña.

  Yo siempre que me ocupo de cartas de lectores, suelo admitir que se me hacen algunos elogios. Pues bien, hoy he recibido una carta en la que no se me elogia. Su autora, que debe ser una respetable anciana, me dice: “ Usted era muy pibe cuando yo conocía a sus padres, y ya sé quién es usted a través de su Arlt”. Es decir, que supone que yo no soy Roberto Arlt. Cosa que me está alarmando, o haciendo pensar en la necesidad de buscar un pseudónimo, pues ya el otro día recibí una carta de un lector de Martínez, que me pre­guntaba: “ Dígame, ¿usted no es el señor Roberto Giusti, el concejal del Parti­do Socialista Independiente?” Ahora bien, con el debido respeto por el concejal independien­te, manifiesto que no; que yo no soy ni puedo ser Roberto Giusti, a lo más soy su tocayo, y más aún: si yo fuera concejal de un par­tido, de ningún modo escribiría notas, sino que me dedicaría a dor­mir truculentas siestas y a “acomodarme” con todos los que tuv...

Felicidad clandestina, de Clarice Líspector

  Ella era gorda, baja, pecosa y de pelo excesivamente crespo, medio amarillento. Tenía un busto enorme, mientras que todas nosotras todavía éramos chatas. Como si no fuese suficiente, por encima del pecho se llenaba de caramelos los dos bolsillos de la blusa. Pero poseía lo que a cualquier niña devoradora de historietas le habría gustado tener: un padre dueño de una librería. No lo aprovechaba mucho. Y nosotras todavía menos: incluso para los cumpleaños, en vez de un librito barato por lo menos, nos entregaba una postal de la tienda del padre. Encima siempre era un paisaje de Recife, la ciudad donde vivíamos, con sus puentes más que vistos. Detrás escribía con letra elaboradísima palabras como “fecha natalicio” y “recuerdos”. Pero qué talento tenía para la crueldad. Mientras haciendo barullo chupaba caramelos, toda ella era pura venganza. Cómo nos debía odiar esa niña a nosotras, que éramos imperdonablemente monas, altas, de cabello libre. Conmigo ejerció su sadismo con un...

Paquidermos en tu corazón, de Romina Palestini

  Si en tu corazón caminan cien libres elefantes. Si escuchas sus apabullantes pasos, el ventarrón de orejas África, las arrugadas monedas grises de sus pulmones.   Si en tu corazón se refrescan los jocundos machos, en baños de barro y sangre. Se duchan con sus trompas, riegan tus latidos, desatan la lluvia tropical de la sabana; palmeras, ríos.   Si en tu corazón emprenden la majestuosa travesía, las hembras, soplan tus ventrículos, husmean secretos arrinconados, mastican amarulas, heno, pasto.     Si en el marfil de los colmillos acerados, se pintan los labios de violeta. Seducen polvorientas cuando regresan al rojo puño amalgamado, rociadas de la tierra atesoran sus collares, adentro de tus venas.     Si en tu corazón persiste el barritar de los gigantes. Descubres en sus cuerpos los cuadros de Picasso. Sientes la suerte danzar con billetes enroscados en la válvula d...